La robótica como herramienta terapéutica
“Cuando finalmente logré que el robot dijera algo, Juan no solo repitió lo que el robot decía, sino que me miró, miró al robot, y me volvió a mirar para comprobar si estaba viendo lo que él estaba viendo».
Lisa Armstrong recuerda ese instante de principios de 2016 como el momento más increíble de su vida. Como madre adoptiva de un niño con autismo que rara vez la miraba a los ojos, ver esa interacción fue una revelación.
La historia comenzó años atrás en Honduras, donde Lisa trabajó como misionera por casi 14 años. Fue allí donde adoptó a Juan, un niño de 13 meses diagnosticado con microcefalia y retraso en el desarrollo. Lo que no esperaba era que, al regresar a Estados Unidos, también recibiría un diagnóstico de autismo para su hijo.
El Trastorno del Espectro Autista (TEA) afecta a aproximadamente uno de cada 100 niños, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Se caracteriza por dificultades en la interacción social, la comunicación y el comportamiento. Lisa enfrentaba desafíos abrumadores en la crianza de Juan y la sensación de desesperanza crecía. Hasta que, un día, una colega del hospital donde trabajaba le mostró un video de un niño con autismo interactuando con un robot.
Intrigada, Lisa investigó sobre el uso de la robótica como herramienta terapéutica y encontró un artículo de un académico español que hablaba del robot Aisoy. En una tienda canadiense, durante una oferta de Black Friday, consiguió uno por poco más de 200 dólares. Lo compró sin saber nada de programación, pero con la esperanza de que pudiera hacer la diferencia en la vida de su hijo.
Cuando el robot llegó, Lisa se enfrentó a un obstáculo inesperado: no sabía ni siquiera conectarlo a la red Wi-Fi. Pero su determinación la llevó a aprender programación básica y, finalmente, a lograr que el robot hablara. Y fue entonces cuando ocurrió la magia: Juan reaccionó.